Y llovió cuarenta días y cuarenta noches
y la mente se nubló como los bosques
encantados.
Duendes y ángeles bailaban el mismo compás
y la bella durmiente esperaba por su principe.
La tierra estaba gosoza y el hombre inquieto
rogaba por un poco de calor.
Las puertas del paraiso estaban abiertas
y se filtraba una luz rosa que incitaba al romance.
Todos caminaban a su encuentro
menos la princesa que insistia en esperar.
Y llegó el principe, con su capa dorada
y en sus manos llevaba un manojo de flores.
La lluvia envidiosa se retiró
y fue primavera…
La editora
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