Me encanta Dios. Es un
viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces
se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero
esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.
Nos ha enviado a algunos
tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos
digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce.
Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la
pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para
que la vida -no tú ni yo- la vida, sea para siempre.
Ahora los científicos salen
con su teoría del Big Bang... Pero ¿qué importa si el universo se expande
interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.
A mí me encanta Dios. Ha
puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las
hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho
-frente al ataque de los antibióticos ¡bacterias mutantes!
Viejo sabio o niño
explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y
hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.
Mueve una mano y hace el
mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros,
quedan las nubes, pedazos de su aliento.
Dicen que a veces se
enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos
desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra
que cambia y se agita y crece- cuando Dios se aleja.
Dios siempre está de buen
humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más
cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra
más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el
borboteo de luz, el manantial que soy.
A mí me gusta, a mí me
encanta Dios.
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